
El amor romántico es de las aportaciones más poderosas de Occidente. Calamitosa si se quiere, pero excitante, porque estar enamorado es ser el centro del mundo por unos días, meses o años. Es ser mirado y reconocido y visto, convencido de que tu existencia condiciona el futuro del universo. Te aman o amas o –preferiblemente– ambas cosas y te invistes de un sentido armónico, completo sin el que te parece imposible seguir viviendo. Antes de que los juglares y trovadores decidieran inventarse esto de enamorarse sólo había dos tipos de pulsión amorosa. El furor sexual o el amor a un prójimo indiferenciado. El amor trovadoresco individualiza el amar y lo sirve como arte. Conviertes en dios o diosa el objeto al que amas. Eliges a alguien entre los demás. Sólo será ese. Y si no es ese no quieres nada. Y si no lo tienes, no te quieres ni a ti.