
En cuanto es notorio que uno escribe, acude gente para regalarte una historia. La suya. Asegurando que no podrás dejar de escribirla. Cosa que… no sucede. Y es que uno vive en Yomismoland y de ahí no se sale vivo o empático. Sólo una vez he lamentado esta máxima y fue hará cosa de un par de años en un Festival Hay de Cartagena de Indias. Estaba en un bar con otras entidades seudo-humanas del gremio de la autoría y la edición cuando un señor de unos setenta y algunos años, delgado, atildado como un pincel y con un sombrero Panamá estaba explicando una historia, con la que conecté tarde y de la que me faltaron datos que aún –a pesar de la ayuda del periodista Marcel Beltrán– no he podido corroborar.