
El diablo existe y, en ocasiones ocupa todo mi corazón. En esos días de posesión cojo el coche contaminante, como carne barata en locales franquicia, reciclo sin fe y considero cursis a Pablo e Irene en el mismo grado que Víctor y Ana o Sergio y Estíbaliz. De los dúos durante los días demoniacos sólo salvo a Pixie y Dixie y a los White Stripes y éstos sólo mientras creí que eran hermanos a lo Allegra y Lord Byron. Cuando el diablo campa a sus anchas por mi corazón sucede que no me puedo tomar en serio a señores y señoras mayores poniéndose en pie a cantar himnos ni a esos mismos señores sacando libros con la cercanía de Sant Jordi, padrón de influencers , youtubers y presentadores televisivos. “Fame, fame, fatal fame”, Mr. Shankly. Me encantaría una misa negra con gallinas decapitadas pero en mi barrio sólo tenemos una iglesia fea y está vacía. Así que sigo conduciendo cargándome la Amazonia, reposto, me compro un donut y me lo como allí mismo, embargado por el olor a gasolina, y al pagar con tarjeta pido el comprobante. El mal puede ser así de retorcido.